Siempre me gustaron las montañas rusas, aunque sin duda, la tuya debe ser mi favorita.
Vuelta otra vez a este tormento de sentir que estás en lo más alto de la montaña, antes de esa bajada que tanto miedo nos produce a todos desde los vagones, cuando me sonríes; me miras con esos ojos penetrantes que viven en un cuerpo que pide no ser comprendido, mientras ellos desvelan todos tus secretos. O seré yo, tan absorta en ti a estas alturas, que son mi única salida de emergencia para darle un ultimátum más a la esperanza. Y así empieza el trayecto: ya estás dentro y no puedes hacer nada, ya no hay vuelta atrás, tomas el margen de tiempo que te brindan antes de arrancar para pensar. Sin duda estás emocionada, no sabes que te depararán todas esas curvas, subidas y bajadas, aunque también sientes miedo. ¿Quién no lo siente al sumergirse en aventuras de este tipo? ¿Quién no teme al amor y al daño que puede causar? Y arranca. Sin darte cuenta ni tiempo a prepararte. Y todo surge rápido. Te gusta. Te lo pasas bien, es divertido. Pero entonces notas como afloja el ritmo, como le cuesta al vagón subir esa gran pendiente ante tus ojos. Y qué miedo te da saber lo que se esconde detrás. Porque lo sabes. Cualquiera sería capaz de saberlo. Ya sabéis, todo lo que sube baja. Y efectivamente. Sin tiempo a agarrar el freno de mano, ya vas camino abajo en esa bajada que parece que no tenga fin. Aunque, bueno, ojalá el vértigo de las montañas rusas fuese como el del amor. Porque tan sólo bastaría bajarse de ésta para querer volver a subir. Una y otra vez. El miedo pasa a ser algo secundario si se compara con la adrenalina que da estar ahí arriba.
Así me siento contigo. Sin quererlo, el final que espero es el que acaba siendo, porque igual que me llevas por un par de buenas curvas, o tumbada hacia abajo, el final está ahí, tras el mismo trayecto de siempre. Y aún y así no suena convincente para quitarme la idea de querer volver a subirme al vagón, otra vez.